(Vanesa Herrera, Sonia Gallinotti y Leandro Castaño)
La soya avanza y se extiende más allá de las
fronteras tradicionales de la agricultura. El fenómeno de la “soyización”
apareja una serie de interrogantes de fácil respuesta y desprende un abanico de
consecuencias no del todo beneficiosas para las economías locales y regionales.
La industria biotecnológica asegura que los cultivos transgénicos brindan
mejores rendimientos y que insumen menor cantidad de herbicidas. En cambio, el
gran aumento productivo de la soya se debe al incremento progresivo de las
superficies cultivadas, mediante el corrimiento de las fronteras agrícolas
hacia terrenos ajenos a la agricultura. Como los bosques.
El monocultivo soyero se adjudica de manera progresiva un gran porcentaje
de las millones de hectáreas destinadas a la producción agropecuaria, y de este
modo disminuye por lógica el espacio de otras especies tradicionales como el
trigo, maíz, girasol e inclusive de la ganadería.
Existen varias razones para que el crecimiento sea tan abrupto y desmedido,
y entre ellas se puede enumerar que el cultivo es el más fácil de producir, que
los productores pueden guardar sus propias semillas, que los réditos son
elevados y por eso el fenómeno no cesa.
Esta lógica de rentabilidad de alta seducción lleva a un resultado de “soya
para hoy, y hambre para mañana”.
Con la fuerte irrupción de la soya, el escenario productivo agroalimentario
se polariza y son cada vez menos los que obtienen mayores ganancias, al mismo
tiempo que aumenta el número de los que menos ganan.
Una realidad complicada también, es la de la ganadería, que es acorralada
en general por la agricultura, y por la soya en particular, porque la soya puede
llegar a tener rendimientos aceptables en lugares donde otros cultivos no son
rentables, y otorga mayor ganancia que la ganadería en menor tiempo. La soya es
casi una mala hierba que crece en todas partes, y requiere de insumos mínimos
para rendir a límites extremos.
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